jueves, 1 de septiembre de 2011

JEREMÍAS ROMPE CÁSCARAS



Jeremías era pastor de un pueblito. No era ningún doctor. A la Biblia le tenía un profundo respeto pese a que no siempre se llevaba bien con ella.

A veces la retaba porque muchas de sus páginas lo querían llevar a la época de las tinieblas cuando la conciencia humana todavía en pañales vivía sumida en un estado de terror permanente por todo lo desconocido: terror de Dios, terror de los espíritus, terror del trueno, terror de la muerte, terror aún de la vida. Pero su entusiasmo era incontenible cuando él veía en otras muchas páginas de la Biblia cómo la misma conciencia osaba erguirse contra esa fatalidad y conquistar, paso a paso, su humanidad.

Para él, la Biblia era, como está escrito por allí, un cuchillo de doble filo que podía traer alienación y muerte o liberación y vida. A Jeremías le había parecido que solamente la libertad y la vida podían ser “Palabra de Dios”. Lo demás lo desechaba como se desecha la cáscara de una fruta después de rescatar de ella lo que se puede comer.

Le llamaba particularmente la atención el mensaje de justicia que traía la Biblia. Un mensaje claro, de extrema valentía y siempre de actualidad. Un mensaje que se encuentra en el mero centro de la Biblia y que, por razones que dan ganas de llorar, muchos cristianos desconocen casi por completo.

Jeremías contaba que una vez soñó que se le había ocurrido arrancar de una de sus biblias todas las páginas referidas a la justicia, lo que la había dejado muy flaca. Las palabras más hermosas que quedaban en ella, como el mandamiento de amarnos unos a otros, sonaban tristes como las notas de una guitarra rota. O como almitas sin cuerpos y cuerpos sin huesos. Todo lo más luminoso de la Biblia, al desconectarse de la justicia, se había apagado como una vela cuando se le acaba la mecha.

El amor lo es todo, repetía Jeremías, pero sin pasión por la justicia, no es más que una pelota desinflada.

Contaba que, en tiempos de crisis mayor, solían surgir, uno tras otro, hombres llamados profetas, los que, animados por el espíritu de Dios, remachaban sin descansar que la única salida era la justicia. Jeremías insistía en que ese mensaje venía del mismo Dios y que todavía tenía plena vigencia.

Él quería que su pueblo se enamorara de la justicia y que, a ejemplo de los profetas, la pusiera en el centro de su vida.

No por eso Jeremías se tragaba todo lo de los profetas. Le parecía excesivo el nacionalismo de esos hombres que rayaba a veces en fanatismo. Sin embargo, el amor visceral que tenían al pueblo y a Dios, su valiente postura frente a las idolatrías de moda, su indefectible esperanza, y, por sobre todo, su pasión fogosa por la justicia en contra de los opresores del pueblo, colmaban a Jeremías de admiración y de contento.

Al testimonio heroico de esos hombres Jeremías lo tenía como un gran tesoro dentro de su ser. Durante toda su vida trató de trasmitirlo a su pueblo como el mejor regalo de Dios para que este mundo, al que no le falta inteligencia, se eche a andar sin cojear, haciendo del amor su corazón y de la justicia su columna vertebral.

viernes, 5 de agosto de 2011

LA PAZ TRAMPOSA




La Iglesia se ha transformado en un inmenso palomar. Tiene palomas blancas en todas partes, de diferentes formas y para todos los gustos. Son las palomas de la paz, de la paz soñada, de la paz deseada, de la paz tan esperada, de la paz que nunca llega. De la paz que sólo se encuentra en los cementerios. Y aún apenas…


Tantas oraciones por la paz que no cambian nada, soporíficos gorgoritos para no despertar conciencias ya en coma.


En Alemania, a cuatro meses de acceder al papado, Benedicto XVI hace un emotivo llamado a musulmanes y a cristianos, rogándoles olvidar sus antiguas querellas y juntarse para construir la paz. Hasta ahí todo bien. Pero al exhortarlos a renglón seguido a no caer en la trampa del terrorismo abocado a provocar una verdadera guerra entre el Islam y el cristianismo, casi se podría deducir que sólo los terroristas son los verdaderos malvados y que todos los que combaten al terrorismo son buenos.


Así, el cristiano Bush, el cristiano Blair y todos los demás grandes cristianos que le hacen guerra al terrorismo, matando mucha gente y robando de paso todo lo que pueden, podrían llamarse “hijos de Dios” como corresponde a “los que trabajan por la paz” (Mt 5, 9)…


Toda injusticia es guerra y es barbarie. Toda violencia en contra del otro es una injusticia y una guerra. Es la injusticia, y no el terrorismo, la causa de los males que más afligen a la humanidad. Las guerras no son sino un instrumento de la injusticia y el terrorismo, una reacción a las mismas.


Aunque la injusticia que prevalece en el mundo no es monopolio de alguna raza, ideología o religión en particular, nadie que conoce un poco la historia de los últimos siglos puede negar que esa injusticia es, en gran parte, la obra siniestra del mundo occidental y cristiano. Los musulmanes, Japón y algunas que otras naciones no cristianas tendrán sus buenos y grandes pecados, pero en cuanto a saqueo, explotación, contaminación, exterminios de todo tipo y a nivel planetario, el Occidente cristiano los supera a todos.


“¡Son todos embusteros!”, clama Jeremías. “Calman sólo a medias la aflicción de mi pueblo, diciendo: ‘¡Paz, paz!’, siendo que no hay paz” (Jer 16, 14).


Sólo la justicia puede generar la paz.


A todos aquellos que se claman de él Jesús dice: “¡No he venido a traer paz sino ESPADA!” (Mt 10, 34).


El Evangelio es un “espadazo” a aquella paz que hace la vista gorda a la injusticia,


un “espadazo” a aquella paz generada por el miedo y el terror,


un “espadazo” a aquella paz que se logra en la punta de los fusiles,


un “espadazo” a la supuesta paz del que gana las guerras,


un “espadazo” a la pretendida paz de todas las legiones imperiales del mundo,


un “espadazo” a la paz mortífera de las grandes multinacionales, agroalimentarias, farmacéuticas, petroleras, mineras y otras, que llenan el planeta de hambre y contaminación.


un “espadazo” a la paz de los dictadores y de todos los corruptos,


un “espadazo” a la paz de los hombres religiosos que pactan con Dios y con el diablo en contra de la comunidad humana y del sentido común,


un “espadazo” a la paz engañosa de los esclavos anestesiados.


La única paz aceptable para un ser humano, máxime para un cristiano, es la paz que cae como fruto maduro del gran árbol de la justicia.



ELOY ROY

martes, 12 de julio de 2011

LA UVA Y EL VINO



Una viña se compone de vides cuya fruta es la uva con la cual se hace el vino. En la Biblia, la viña designa el pueblo de Dios y la vid es Jesús. ¿Pero la uva y el vino?...

Cuenta la Biblia que el pueblo de Dios era como una viña sufrida que el mismo Dios arrancó de Egipto y trasplantó en las pingües tierras del valle del Jordán con el mandato de crecer en libertad y dar un fruto de primera calidad1, más específicamente, dos frutos: Justicia y Compasión.

Dios cuidó mucho su viña para que se desarrollara bien, pero, a la hora de la vendimia, ¡cuál no fue su decepción! No encontró sino “racimos amargos”: en vez de justicia encontró maldad, en vez de compasión sólo oyó los gritos de los oprimidos 2.

Pasaron siglos durante los cuales muchos ejércitos extranjeros marcharon encima de la viña de Dios. Los últimos en la lista eran los romanos. La pobre viña estaba agotada, sus plantas, destrozadas, en agonía. Entonces vino Jesús y dijo: “¡Pónganse de pie, alcen la cabeza, porque está cerca la liberación! Los odres viejos no sirven más, haremos unos nuevos: “¡A vino nuevo, envases nuevos!”3 Haremos aún una viña nueva desde una vid nueva: “Yo soy la vid”4.

Lo que les quería decir era algo así: Ustedes han vuelto a ser esclavos como sus antepasados en Egipto. Muchos vinieron de afuera a saquear su tierra, pero ustedes ni en su religión encontraron la fuerza de defenderse. Porque a esa religión, que debía ser una religión gloriosa de justicia y de libertad, ustedes la pervirtieron. La cambiaron en mero instrumento de avasallamiento y de muerte. De ella hicieron un enredo de obligaciones religiosas estúpidas, pretendiendo así honrar a Dios, mientras aquello que Dios quiere por encima de todo, lo dejaron a un lado. Y ¿qué es lo que Dios quería por encima de todo? Se resume en tres palabras: “La justicia, la misericordia y la fe… ¡Ciegos, ustedes filtran el mosquito y se tragan el camello!”5

Si los cristianos son las ramas de Jesús, la vid nueva, ¿qué clase de uva y de vino han de dar los cristianos sino “justicia, misericordia y fe”?

Para ser honestos, la fe no falta entre las ramas de la viña cristiana. Ni la misericordia, porque los cristianos han hecho y siguen haciendo cosas maravillosas por la gente más sufrida del mundo. Pero ¿qué decir de la justicia? ¿Son los cristianos unos apasionados de justicia, unos “hambrientos y sedientos de justicia”?6 Seamos francos: respecto a la justicia, no somos mejores que los paganos. Peores aún, porque las injusticias más grandes que se cometen en el mundo son la obra siniestra del mundo desarrollado de Occidente, el cual, por casualidad, es el centro del mundo cristiano…

Estoy exagerando. Entre los cristianos, hay mucha gente que lucha por la justicia. No son millones, pero las hay. ¿Menos que en el mundo no cristiano? No creo. Pero veamos el trato que por lo general muchos cristianos (y no de los últimos en importancia) les brindan a esos mismos hermanos y hermanas cristianas que luchan por la justicia. Muy a menudo los ignoran, o los miran con sospecha, o los marginan, o los denuncian, o los persiguen, o los matan pensando así honrar a Dios. La excusa: hablar de justicia es hablar como los comunistas y a los comunistas hay que matarlos porque son ateos. ¿Y los capitalistas?...

En ese caso, Dios sería probablemente comunista, porque, hablando por boca del profeta Amós, deja sentado lo siguiente: “Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que la honradez crezca como un torrente inagotable”7.

¿Qué tal si los cristianos tomáramos esas palabras en serio? ¿Qué tal si las pintáramos con letras grandotas en las paredes de nuestros templos y las bordáramos sobre los manteles de nuestros altares y las ropas de nuestros curas y pastores? ¿Qué tal si comprendiéramos que, en las bodas de Caná, al cambiar el agua de las tinajas de la religión en un río de vino de primerísima como para emborrachar a todo un pueblo, Jesús no nos estaría diciendo: “¡Desechen sus santurronerías y produzcan torrentes de justicia para embriagar de alegría al mundo entero!”?... ¿Qué tal si, durante la misa, después de la consagración del vino en la sangre de Cristo, un ángel nos apareciera al pie del altar y clamara: “Este es el misterio de nuestra fe: el vino cambiado en sangre de Cristo es simplemente la justicia que, por medio de ustedes, Dios Amor quiere derramar a torrentes sobre el mundo para que todas las víctimas de la injusticia salgan de sus sepulcros junto con Cristo resucitado. Amén Aleluya!”?

1. Salmo 80, 9-12

2. Isaías 5, 7

3. Lucas 21, 28; Mc 2, 22

4. Jn 15, 5

5. Mateo 23, 24-24

6. Mateo 5, 6

7. Amós 5, 24

miércoles, 6 de abril de 2011

ZAQUEÍSMO


Las revelaciones recientes sobre los Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros, dan una idea de la rapacidad con que esos personajes han acumulado fortunas colosales y de su ferocidad para resguardarlas. Teniendo esa realidad como tela de fondo, pregunto al Evangelio de Jesús de Nazaret si se puede a la vez ser bueno y muy rico.

Mateo 19, 16-24.


Joven rico, tu encuentro con Jesús te dejó un sabor amargo en la boca. Tal vez ibas a él con la ilusión de que te tomara como discípulo, porque eras un buen muchacho. No sabías mentir, no sabías robar, jamás habías matado a nadie ni cometido el adulterio. Además sabías dar limosna a los pobres y cumplir con todos los requisitos de la religión. Eras rico y así con tu plata podías contribuir al mantenimiento de los discípulos y a sus buenas obras. Tus intenciones eran límpidas. Por eso le caíste bien a Jesús; él te miró con cariño y te habló con dulzura. Pero fue para ti como un electroshock.

Él te dijo que no bastaba ser bueno, sino que también hacía falta ser justo.

Eso de ser justo no te sorprendió porque siempre supiste apreciar la honradez. Pero Jesús te mató cuando te hizo ver que nada de lo que tenías era tuyo. Esa fortuna tuya no la habías ganado con el sudor de tu frente ya que eras muy joven; por lo tanto, la tenías que haber heredado. Efectivamente te venía de un ancestro de varias generaciones, cómplice de un dictador que había alegremente saqueado a su país, dejándolo en la miseria. Plata sucia, manchada de sangre, pues. ¿No lo sabías? Claro que no. Esas historias no te interesaban. Te bastaba con ser bueno.

Y, como otros muchos «buenos», separabas la bondad de la justicia. Eras rico y no te sentías responsable del hambre de los pobres, de sus enfermedades, de sus vergüenzas, de su desamparo, ni de los dramas, delincuencia y muerte de muchos de ellos. Eras rico y no veías que la miseria venía de la riqueza acumulada gracias a las matanzas, asesinatos, guerras, dictaduras, monopolios, extorsiones, fraudes y explotación de multitudes indefensas por parte de hombres y mujeres que, como tú, creían en Dios y pretendían cumplir sus mandamientos.

Pues sí, tu riqueza venía de los pobres y a los pobres debía volver. Por eso, joven rico, Jesús te dijo: « Ve, vende todo lo que posees y dáselo a los pobres.» Tienes que vender tus cuatro yates, tu jet privado, tus miles de hectáreas de tierra, tus pisos en Paris, Buenos Aires, Las Vegas, Hong Kong y Dubái. Deshacerte de tu cadena de hoteles. Liquidar tus acciones en la bolsa. Sacar la plata que tienes escondida en paraísos fiscales. Renunciar a tu proyecto de turismo espacial y devolver al pueblo todo lo que tu tío tatarabuelo le había robado.

Cuenta el evangelio que «el joven se marchó triste, porque tenía grandes propiedades».

El electroshock fue inútil…

Con un suspiro Jesús pronunció entonces la famosa sentencia con la que muchos «buenos» se siguen atragantando: «Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el mundo tal como Dios lo quiere».

¿Cómo es eso? Si Dios nos ama, ¿no va a querer que seamos ricos?... Sí, lo va a querer, pero que todos sean ricos y no sólo unos nomás. En otras palabras, lo que Dios quiere es la JUSTICIA, o sea que todos y todas tengan la parte de riquezas necesaria para poder vivir como seres humanos.

Pero ¿no sería mejor que el rico invierta para producir más riqueza y así tener más para repartir?... Precisamente, esto es lo que hemos practicado hasta hoy, con los estupendos resultados que todos sabemos: ricos más ricos y pobres más pobres…

Pues los ricos son así: mientras más tienen, más quieren. Su adicción es incurable. Pretender que cambien es como pedir a las moscas que paran elefantes. Jesús, sin embargo, no pierde la esperanza. Sabe que «para Dios todo es posible». Así ocurrió con Zaqueo.

Zaqueo era un cobrador de impuestos « muy rico », que se aprovechaba de su cargo para llenarse los bolsillos. El pueblo lo odiaba. Pero, un día, en circunstancias bastante divertidas, Zaqueo abrió la puerta a Jesús. En eso se produjo un verdadero seísmo. El hombre cayó de su torre de marfil, tomó conciencia de que era una basura y decidió cambiar. Dio la mitad de sus bienes a los pobres y a las víctimas de sus extorsiones les devolvió todo lo que les había robado, ¡hasta cuatro veces más! (Lucas 19, 1-10)

Esto es lo que llamo el «zaqueísmo». Se entiende que Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros líderes del mundo árabe no practiquen ese deporte extremo porque no son cristianos… Los cristianos ricos, por otra parte, no tienen que practicarlo tampoco porque no hay ladrones entre ellos; todos son buenos…

jueves, 14 de octubre de 2010

¿BIBLIA PROHIBIDA?


Los profetas eran hombres de una libertad de espíritu excepcional. Esos poetas geniales amaban a Dios y a su pueblo entrañablemente. Implacables con todo cuanto tendía a convertir a Dios en ídolo y al pueblo en esclavo, eran los grandes críticos socio-religiosos de su época. A la injusticia le libraban una lucha sin cuartel, sobre todo cuando se usaban hipócritamente a Dios y a la religión, o a cosas lindas como la unidad y la paz para encubrirla.

Apenas unos sesenta años atrás, a los sacerdotes católicos ni se les permitía leer el Antiguo Testamento sin una autorización especial. Según parece, era para proteger su castidad. No obstante, sospecho que no era tanto el erotismo bíblico como la voz de los profetas la que más asustaba, porque esa voz representaba una amenaza directa contra los privilegios de la clase dominante en la que los “príncipes” de la Iglesia ocupaban un lugar eminente. Por la misma razón, creo yo, los dirigentes de la Iglesia se pusieron a interpretar la Biblia en forma abstracta, espiritual o simbólica. De los profetas retuvieron casi nada más que sus luchas contra los ídolos y sus vivencias de carácter místico. Su mensaje de fuego contra las injusticias, el que constituye tal vez el aporte histórico más monumental a la formación de la conciencia en materia de “justicia social”, quedó prácticamente anegado por preocupaciones de orden supuestamente “más elevado”…

Se usó y abusó de la Biblia para legitimar el sistema del que la jerarquía católica era el garante sagrado, en el cual una clase social, estimándose superior o elegida por Dios, se atribuía a sí misma derechos por encima de los demás, convencida de que ése era el “orden” que desde toda eternidad Dios había establecido para el bien de la humanidad y la paz del mundo. Aunque ese sistema produjera la miseria de muchos, había que aceptarlo y asumirlo como Cristo había aceptado y asumido la cruz. En otras palabras: ¡la injusticia justificada y la opresión santificada como camino de salvación! Nada menos. Lo único que podía aportar la fe del cristiano era rezar para poder aguantar y, a ejemplo del cireneo, ayudar a otros más miserables a cargar con la cruz.

En una lectura independiente de todo poder, es decir hecha sin prejuicios ni censura, uno descubre que la Biblia tiene páginas fundamentales que denuncian ese sistema injusto como idolatría, es decir como el pecado supremo. Descubre que la Biblia es antes que nada el libro de los pobres que buscan desesperadamente salir de su estado de sujeción, y que el Dios único y verdadero es el Dios de ellos y su única esperanza – a pesar de que por miedo, por atavismo u oportunismo suceda que los mismos pobres a veces sean los primeros en rechazarlo -. En la Biblia, todo otro dios que no sea el Dios de los pobres y que no esté comprometido con las víctimas de la injusticia, es un ídolo o un falso dios. Estar con el Dios vivo es estar del lado de los pobres y de los oprimidos y caminar hacia la liberación. De lo contrario es estar con los ídolos. Ése fue el mensaje de fuego de los profetas.

Por eso, en los años 70, a raíz del Concilio Vaticano II (y no por determinación de Lenin, Mao, Castro o del Che), cuando los católicos de América latina estaban empezando a descubrir el mensaje de los profetas, las dictaduras católicas de la época se asustaron, juzgaron que la Biblia era peligrosa y aún subversiva y, en ciertos países, no vacilaron en quemarla. Por motivos parecidos, la misma Curia vaticana no descansó hasta no acabar con los programas que intentaban difundir un mensaje bíblico actualizado y al alcance del pueblo oprimido que le daba al mensaje de los profetas la importancia que le correspondía.

Para el poder, cualquier poder, religioso o ateo, político u económico, los profetas son unos rebeldes que fomentan la subversión. De hecho es lo que fueron y, por eso, muchos fueron asesinados. Puesto que Jesús era también un profeta, y ¡qué profeta!, terminó como terminó.

Puede ocurrir, sin embargo, que el mismo poder no cuestione a los profetas ni a Jesús. A veces tiene, al contrario, todas las apariencias de la fe y de la virtud, pero, en la práctica, no retiene sino una parte del mensaje de ellos, es decir sólo lo que le conviene. Así se cumple la propia palabra de Jesús sobre el tema:

¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! Ustedes construyen sepulcros para los profetas y adornan los monumentos de los hombres santos. También dicen: "Si nosotros hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos consentido que mataran a los profetas". Así ustedes se proclaman hijos de quienes asesinaron a los profetas. ¡Terminen, pues, de hacer lo que sus padres comenzaron! ¡Serpientes, raza de víboras!, ¿cómo lograrán escapar de la condenación del infierno? Desde ahora les voy a enviar profetas, sabios y maestros, pero ustedes los degollarán y crucificarán, y a otros los azotarán en las sinagogas o los perseguirán de una ciudad a otra. Al final recaerá sobre ustedes toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, al que ustedes mataron ante el altar, dentro del Templo. En verdad les digo: esta generación pagará por todo eso. ¡Jerusalén, Jerusalén, qué bien matas a los profetas y apedreas a los que Dios te envía! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas, y tú no has querido! Por eso se van a quedar ustedes con su templo vacío. Y les digo que ya no me volverán a ver hasta que digan: ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!" (Mateo 23, 29-39; ver también: Hechos 7, 51-57.)

El cristianismo, que era portador de un proyecto de sociedad genuinamente revolucionario, está abortando simplemente porque la conciencia cristiana se enredó en miles de cosas “santas” higiénicamente expurgadas de toda influencia de los profetas, privando así a la humanidad de la “sal” que debía darle sabor (Mt 5, 13). Hemos cínicamente remplazado a los profetas con policías e inquisidores, pensando que era lo mismo. Y por eso, en muchas partes donde los cristianos intentan más o menos felizmente recuperar su vocación de seres libres, cada vez los templos se quedan más vacíos…

En unas próximas entregas, me propongo entresacar de la Biblia varios textos demasiado descuidados esperando mostrar con ellos que la justicia no es algo marginal a la fe cristiana y cómo ilumina todo lo que debería ser el proyecto de la Iglesia. Esos textos son una mina de oro y como el “picante” de la Biblia; sin ellos, la Palabra de Dios queda desabrida, el amor se estanca, la Iglesia se enmohece y los cristianos se momifican en vida.

martes, 27 de julio de 2010

DOS BIBLIAS EN UNA























En la Biblia se destacan dos corrientes, una enfocada hacia la liturgia, otra hacia la justicia. La de la liturgia corresponde a los sacerdotes, y la de la justicia, a los profetas.

La Biblia sacerdotal

Miremos primero la corriente litúrgica promovida por los sacerdotes.

Los sacerdotes se dedicaban al servicio del templo, o sea a la ofrenda de los sacrificios y a las oraciones. También se desempeñaban en política como consejeros de los reyes y, en cierta época, como sustitutos de ellos. En la composición de la Biblia, su aporte fue primordial. Varios textos bíblicos fueron redactados de su mano, mientras otros, de fuentes distintas, fueron seleccionados por ellos e integrados al cuerpo de la Biblia. Como eran sacerdotes, privilegiaron en sus trabajos todo lo que interesaba al culto, porque para ellos el culto, o sea la liturgia, era el comienzo y el coronamiento de la vida del Pueblo de Dios. Toda la vida del pueblo debía ser cultual, consagrada, transformada en sacrificio que agradara a Dios. Es así como los sacerdotes multiplicaron las leyes para que los objetos y gestos de la vida diaria, aún los más insignificantes, fueran dignos de Dios. A lo que ellos determinaban como digno de Dios lo llamaban “puro” y a lo que determinaban como indigno de Dios, lo declaraban “impuro”. Respecto a las personas, se siguió un proceso similar; para ser considerado puro y agradable a Dios uno tenía que conformarse a las reglas estrictas establecidas por los sacerdotes, de lo contrario, era considerado como impuro y se merecía el castigo de Dios. De suerte que si la nación sufría algún desastre, la culpa la tenía el pueblo impuro que descuidaba las reglas del culto. Lo primero que hacer entonces para remediar a esos males, era reforzar el culto, aumentando los sacrificios y multiplicando las oraciones. Todas esas leyes, normas y reglas fueron religiosamente compiladas en la Biblia como “palabra de Dios”.

La Biblia profética

Pero en tiempos más bravos de gran crisis, se hacía oír una voz distinta y aún contraria a la de los sacerdotes: era la voz de los profetas. Los profetas combatían con toda energía el culto de los ídolos que representaba una seria amenaza a la identidad de la nación y a su futuro como Pueblo de Dios. Pero cuestionaban con el mismo ímpetu el culto legítimo de los sacerdotes de su propia nación cuando ese culto no servía sino para adormecer la conciencia y aplazar indefinidamente los cambios profundos a los que la sociedad urgía.


La postura de los profetas al respecto era clarísima: no eran los sacrificios o los rezos que agradaban a Dios, sino la justicia. Ser justos era la única forma de salvar la identidad y el futuro de la nación. Ni que decir tiene que a los oídos de los empobrecidos ese lenguaje sonaba como música, mientras a los oídos de sus explotadores chirría como blasfemia.

Litúrgicos vs proféticos

Era común que sacerdotes y profetas chocaran. Pero como los sacerdotes gozaban de un poder que los elevaba por encima de los mortales, era un juego para ellos perseguir y aún matar a los profetas. Con el tiempo, sin embargo, los acontecimientos dieron la razón a los profetas; todo lo que habían predicho se cumplió: la nación fue conquistada, el Templo destruido y los sacerdotes reducidos a la mendicidad. Eso dio como resultado que el gran mensaje de los profetas fuera finalmente reconocido como palabra de Dios e incorporado a la Biblia. Ese reconocimiento era bien tardío, pero debía incitar a las generaciones venideras a que no cayeran en el mismo error de creer que para ahorrar desastres a la humanidad la liturgia pudiera valer más que la justicia. Lo cual, sin embargo, no cambió mucho la situación, porque con un pueblo más inclinado a lo mágico que a la razón, y con miles de sacerdotes cuyo status y sustento dependían del altar, el culto desarrollado en el marco grandioso de un templo siempre ha seducido incomparablemente más que la áspera lucha por la justicia. Así fue ayer y así sigue siendo hoy.

En la tradición católica, toda la Iglesia terminó aglutinada alrededor de los sacerdotes. En los primeros siglos, los sacerdotes no perdieron la voz de los profetas. Con aquellos a los que se convino llamar “los Padres de la Iglesia”, justicia y liturgia iban generalmente de la mano. Pero, una vez que la Iglesia se convirtió en un instrumento “providencial” de los emperadores romanos, los sacerdotes se hicieron más tolerantes y, a imitación de sus colegas del judaísmo antiguo, empezaron a hacer de la Biblia una lectura principalmente enfocada hacia el culto. Lo mismo hicieron los pastores de la Iglesia de la Reforma que no vacilaron en conchabarse con los príncipes para protegerse de los católicos. En resumen, todas las Iglesias, (salvo gloriosas y escasas excepciones, y mayormente sólo a nivel de individuos), hicieron a un lado el mensaje de justicia de los profetas para dedicarse más específicamente a lo espiritual, a lo litúrgico, y, hoy en día, a lo carismático. Si acaso las iglesias (católicas, ortodoxas, protestantes o evangélicas) suben el volumen de sus micrófonos para criticar el sistema que les da de comer, alegando con la voz de los profetas que a Dios le dan asco nuestras misas y otros cultos mientras más de la mitad de la humanidad pasa hambre, podemos afirmar que nos encontramos ante un accidente histórico mayor. Porque es un hecho bien establecido que hasta ahora la catástrofe del hambre en el mundo es en gran parte causada por los mismos cristianos divididos entre rapaces que dominan el mercado y ovejas tontas amantes de la piedad y de la paz, las que, por fidelidad a sus pastores serviles, nunca cuestionan nada y miran el compromiso cristiano por la justicia como algo bueno sólo para los chinos o los cubanos.

La salida “pastoral”

Puesto que en medio de nosotros prevaleció la ideología sacerdotal, se quedó bajo el celemín el grito de los profetas. Mucho se ha alabado a Jesús como “Sumo Sacerdote”, mientras a Jesús Profeta se lo desconoce, o se lo reduce a un par de homilías al año, cuando mucho, y tal vez a una clase de catequesis para adolescentes rebeldes con la mente puesta en otra cosa. Lo que sí sobrevive con persistencia es la figura linda de Jesús Buen Pastor, a la que por otra parte se la ha vaciado concienzudamente de toda sustancia profética (hoy diríamos: “revolucionaria” - ¡que la tiene!) para reducirla a la de un funcionario religioso amable, más o menos ducho en relaciones psico-espirituales.

martes, 6 de julio de 2010

AMOR SIN JUSTICIA, AUTO SIN RUEDAS




Amar sin sentir pasión por la justicia no es amar. Sin justicia, el amor no tiene pies, ni piernas, ni manos, ni nada. Es como un auto último modelo, pero sin ruedas, o sin volante. O que tuviera ruedas, volante y todo, pero sólo daría vueltas alrededor del garaje por falta de carreteras.

Es la justicia la que hace que el auto del amor funcione como corresponde y que la carretera de la vida sea transitable para todo el mundo. Si realmente tengo amor y quiero amar, lo primero que tengo que hacer es trabajar para la justicia. Sí, eso es lo primero.

Sabemos que toda la Biblia culmina en la revelación del amor: Dios es Amor. El que ama conoce a Dios. El que ama cumple toda la ley. El amor es todo. ¡Ámense! Jesús es el modelo: “Como les he amado, ámense unos a otros”. Jesús amó hasta el extremo (1 Jn 4, 7-8; Rom 14, 8-10; Jn 13, 1. 34). Pero antes de llegar al extremo de amar hasta la cruz, Jesús amó simplemente, cada día de su vida. ¿Y cómo amó? Anunciando con palabras y con obras algo que tenía muy a pecho y que él llamaba “el Reino”. ¿Y qué era el Reino? Era muchas cosas, pero por encima de todo, era la justicia. Justicia y Reino, Justicia y Buena Noticia, Justicia y Evangelio, Justicia y Jesús, Justicia y amor, Justicia y salvación, todo aquello era una sola cosa. Todos los cristianos tendríamos que tener esto grabado en nuestro corazón, en nuestra cultura, en nuestros genes y sobre los campanarios de nuestras iglesias. Lo tendríamos que tener grabado sobre cada piedra. No en latín sino en la lengua que la gente entiende. Para que nos acordemos. Para que el mundo entero sepa cuál es nuestra identidad: Amor, sí, pero también Justicia. ¡Inseparables! Lo demás, libertad, paz, prosperidad y vida eterna, viene por añadidura.

En la boca de Jesús y en los oídos que lo escuchaban, la palabra “Reino” significaba que un rey estaba llegando para gobernar a su pueblo. Y ¿cómo eso podía ser realmente una Buena Noticia? Sólo porque no se trataba de un rey cualquiera sino de un rey como el pueblo pobre y sufrido esperaba y como lo esperaba también toda gente de buena voluntad. ¿Y qué clase de rey esperaban? Un rey que se dedicara enteramente a su profesión. Y ¿en qué consistía la profesión de rey? Consistía en ser experto en justicia. Esto es lo que se esperaba.

En la cultura de casi todos los pueblos medianamente civilizados de la más alta antigüedad corría como agua el concepto de que para vivir en paz y para prosperar hacía falta ser gobernado por un profesional de la justicia. Ésa era la función del rey. La justicia era su responsabilidad fundamental y suprema. Al rey le correspondía hacer leyes justas para toda la gente de su pueblo, tomar medidas para que esas leyes se cumplieran, y establecer jueces íntegros para impartir justicia a todas y todos de acuerdo a la ley. Ésa era la función esencial del rey.

Era una función sagrada. Obedecer al rey era obedecer a la justicia. Y obedecer a la justicia era obedecer a Dios. Por eso, al rey se lo revestía a veces con los atributos de la misma divinidad, porque ese hombre era encargado de administrar la cosa más sagrada para la vida del pueblo: la justicia. Pues se comprendía que sin la justicia no había pueblo, sin la justicia no había paz, sin la justicia no había libertad, sin la justicia no había amor, sin la justicia no había pan para todos, sencillamente no había vida y, por lo tanto, ni Dios podía existir; si existía, no era bueno. La Justicia debía ser la verdadera Reina del pueblo y el Rey, su brazo derecho, su fiel servidor, su esposo.

Nosotros mismos de reyes no sabemos gran cosa, y lo que sabemos no suele asociarse con el amor a la justicia, ¡todo lo contrario! En la época de Jesús era igual. Casi nunca en su larga historia, el pueblo de Jesús había tenido un rey justo, excepto tal vez en sus leyendas. Su gran sueño era que, por fin, surgiera un rey que fuera realmente justo. Día y noche lo pedía a Dios, como consta en muchas partes de la Biblia y específicamente en una oración famosa que la Biblia ha conservado hasta hoy. En esa oración nosotros podemos comprobar lo que el pueblo esperaba de su rey:

EL POBRE ESPERA UN REY JUSTO

( Salmo 72, versión simplificada)

Oh Dios, dale poder al Rey

para que brinde Justicia a tu pueblo

y defienda los derechos de los pobres.

Para que por los montes y las colinas

corran como ríos la Paz y la Justicia.

El Rey juzgará con Justicia al pueblo humilde,

aplastará al opresor y salvará a los hijos de los pobres.

Su Reino durará como el Sol

y como la Luna a lo largo de los siglos.

Su Reino será como la lluvia sobre el césped,

y como el chubasco que moja la tierra.

En sus días Justicia florecerá

y una gran Paz hasta el fin de las lunas.

Él reinará de un Mar a otro,

desde el Río hasta los límites del mundo.

Al mendigo que clama a él, lo librará,

y también al pequeño que no tiene apoyo de nadie;

se apiadará del débil y del pobre,

salvará la vida de ellos

y la rescatará de la violencia de los opresores, (Lc 1, 68-75)

pues ante sus ojos la vida de los pobres tiene mucho precio.

Habrá en la tierra abundancia de trigo;

las montañas se cubrirán de trigales hasta la cima;

los trigales se multiplicarán como pasto en el campo.

En nuestro Rey

serán benditas todas las naciones de la tierra, (Abrahán, Gén 12, 3)

y todas las naciones lo felicitarán. ( María, Lc 1, 48).

¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel,

pues sólo él hace maravillas!

¡Bendito sea por siempre su Nombre de gloria,

que su gloria llene la tierra entera!

¡Amén, amén!

Éste debería ser el himno de los cristianos y de toda la gente de buena voluntad sobre la tierra. En vez de Rey, poner Gobierno, Tribunales, Bancos, ONU, Iglesia, y ya.

Por tanto, cada vez que Jesús habla de Reino, se refiere casi exclusivamente a una Justicia que se traduce en pan, en salud, en perdón de las deudas, en liberación de los estigmas sociales, en fin, en paz. Y Dios sabe cuánto habló de Reino. Sin descansar, día y noche, en todas partes, en miles de parábolas, multiplicando con ternura y generosidad ilimitada los gestos de justicia concreta provocando a cada rato la ira de los celosos guardianes del statu quo. Él era la respuesta a la esperanza de los pobres. Por eso el pueblo andaba eufórico detrás de él y lo quería hacer rey.

Pero Jesús tenía una forma de pensar que no era exactamente la que tenía muchísima gente del pueblo: no quería ser un rey que impusiera la justicia con el palo. Quería que la justicia no viniera sólo de arriba, sino que también de abajo. Que el mismo pueblo amara la justicia y la pusiera en práctica. Que no sólo él fuera el esposo de la Justicia sino que todo el pueblo también lo fuera.

El pueblo, en realidad, deseaba tener un rey que les regalara todo… Es allí donde las cosas empezaron a ir mal con Jesús. La mayoría de la gente del pueblo que reclamaba justicia a gritos, no estaba dispuesta a ponerla en práctica entre ellos. Justicia a palos contra los malos y regalitos para los buenos, eso quería el pueblo, pero con Jesús, ni una cosa ni otra. Fue abandonado. (Jn 6, 26. 60. 66). Ayer, y hoy.

Así que no se diga que Jesús casi nunca habla de justicia en el Evangelio o que no hace nada concreto en ese sentido: cada vez que pronuncia la palabra Reino, él habla de Justicia; cada vez que hace un milagro o toma posición a favor de un excluido, él lleva a la práctica la justicia concreta de Dios. Toda la actividad de Jesús en los tres años que precedieron su muerte fue enfocada a que la justicia no se quedara en lindas palabras.

Que el pueblo de una cultura ajena al lenguaje de la Biblia no lo vea, se puede entender, pero que los que han estudiado y meditado la Palabra de Dios toda su vida y la han anunciado durante siglos no hayan logrado meterse eso en la cabeza, ni en la de los pueblos, es para morirse de pena. Mucho amor, sí, pero, para decir la verdad, poca justicia…

Auto sin ruedas. Carreteras lindas pero cortadas por todas partes.

Iglesia que habla mucho de caridad y, por cierto, mucho hace para y con los pobres, pero que no ha inventado todavía cómo ser un verdadero fermento para que las sociedades donde ella tiene casa propia se despierten y empiecen en serio a hacer de la Justicia su gran prioridad. Y no de una justicia mezquina, puntillosa y dura como la de los fariseos de la época de Jesús (Mt 5, 20), sino de una justicia tan liberal y humana como la que Jesús pinta en las parábolas de los trabajadores de la viña (Mt 20, 1-16) o del Padre pródigo (Lc 15, 11-32).

“Busquen primero el Reino de Dios y su Justicia”, y todos los demás bienes les serán dados por añadidura (Mt 6, 33). Dicho con otras palabras: todo irá como sobre ruedas…