jueves, 1 de septiembre de 2011

JEREMÍAS ROMPE CÁSCARAS



Jeremías era pastor de un pueblito. No era ningún doctor. A la Biblia le tenía un profundo respeto pese a que no siempre se llevaba bien con ella.

A veces la retaba porque muchas de sus páginas lo querían llevar a la época de las tinieblas cuando la conciencia humana todavía en pañales vivía sumida en un estado de terror permanente por todo lo desconocido: terror de Dios, terror de los espíritus, terror del trueno, terror de la muerte, terror aún de la vida. Pero su entusiasmo era incontenible cuando él veía en otras muchas páginas de la Biblia cómo la misma conciencia osaba erguirse contra esa fatalidad y conquistar, paso a paso, su humanidad.

Para él, la Biblia era, como está escrito por allí, un cuchillo de doble filo que podía traer alienación y muerte o liberación y vida. A Jeremías le había parecido que solamente la libertad y la vida podían ser “Palabra de Dios”. Lo demás lo desechaba como se desecha la cáscara de una fruta después de rescatar de ella lo que se puede comer.

Le llamaba particularmente la atención el mensaje de justicia que traía la Biblia. Un mensaje claro, de extrema valentía y siempre de actualidad. Un mensaje que se encuentra en el mero centro de la Biblia y que, por razones que dan ganas de llorar, muchos cristianos desconocen casi por completo.

Jeremías contaba que una vez soñó que se le había ocurrido arrancar de una de sus biblias todas las páginas referidas a la justicia, lo que la había dejado muy flaca. Las palabras más hermosas que quedaban en ella, como el mandamiento de amarnos unos a otros, sonaban tristes como las notas de una guitarra rota. O como almitas sin cuerpos y cuerpos sin huesos. Todo lo más luminoso de la Biblia, al desconectarse de la justicia, se había apagado como una vela cuando se le acaba la mecha.

El amor lo es todo, repetía Jeremías, pero sin pasión por la justicia, no es más que una pelota desinflada.

Contaba que, en tiempos de crisis mayor, solían surgir, uno tras otro, hombres llamados profetas, los que, animados por el espíritu de Dios, remachaban sin descansar que la única salida era la justicia. Jeremías insistía en que ese mensaje venía del mismo Dios y que todavía tenía plena vigencia.

Él quería que su pueblo se enamorara de la justicia y que, a ejemplo de los profetas, la pusiera en el centro de su vida.

No por eso Jeremías se tragaba todo lo de los profetas. Le parecía excesivo el nacionalismo de esos hombres que rayaba a veces en fanatismo. Sin embargo, el amor visceral que tenían al pueblo y a Dios, su valiente postura frente a las idolatrías de moda, su indefectible esperanza, y, por sobre todo, su pasión fogosa por la justicia en contra de los opresores del pueblo, colmaban a Jeremías de admiración y de contento.

Al testimonio heroico de esos hombres Jeremías lo tenía como un gran tesoro dentro de su ser. Durante toda su vida trató de trasmitirlo a su pueblo como el mejor regalo de Dios para que este mundo, al que no le falta inteligencia, se eche a andar sin cojear, haciendo del amor su corazón y de la justicia su columna vertebral.

viernes, 5 de agosto de 2011

LA PAZ TRAMPOSA




La Iglesia se ha transformado en un inmenso palomar. Tiene palomas blancas en todas partes, de diferentes formas y para todos los gustos. Son las palomas de la paz, de la paz soñada, de la paz deseada, de la paz tan esperada, de la paz que nunca llega. De la paz que sólo se encuentra en los cementerios. Y aún apenas…


Tantas oraciones por la paz que no cambian nada, soporíficos gorgoritos para no despertar conciencias ya en coma.


En Alemania, a cuatro meses de acceder al papado, Benedicto XVI hace un emotivo llamado a musulmanes y a cristianos, rogándoles olvidar sus antiguas querellas y juntarse para construir la paz. Hasta ahí todo bien. Pero al exhortarlos a renglón seguido a no caer en la trampa del terrorismo abocado a provocar una verdadera guerra entre el Islam y el cristianismo, casi se podría deducir que sólo los terroristas son los verdaderos malvados y que todos los que combaten al terrorismo son buenos.


Así, el cristiano Bush, el cristiano Blair y todos los demás grandes cristianos que le hacen guerra al terrorismo, matando mucha gente y robando de paso todo lo que pueden, podrían llamarse “hijos de Dios” como corresponde a “los que trabajan por la paz” (Mt 5, 9)…


Toda injusticia es guerra y es barbarie. Toda violencia en contra del otro es una injusticia y una guerra. Es la injusticia, y no el terrorismo, la causa de los males que más afligen a la humanidad. Las guerras no son sino un instrumento de la injusticia y el terrorismo, una reacción a las mismas.


Aunque la injusticia que prevalece en el mundo no es monopolio de alguna raza, ideología o religión en particular, nadie que conoce un poco la historia de los últimos siglos puede negar que esa injusticia es, en gran parte, la obra siniestra del mundo occidental y cristiano. Los musulmanes, Japón y algunas que otras naciones no cristianas tendrán sus buenos y grandes pecados, pero en cuanto a saqueo, explotación, contaminación, exterminios de todo tipo y a nivel planetario, el Occidente cristiano los supera a todos.


“¡Son todos embusteros!”, clama Jeremías. “Calman sólo a medias la aflicción de mi pueblo, diciendo: ‘¡Paz, paz!’, siendo que no hay paz” (Jer 16, 14).


Sólo la justicia puede generar la paz.


A todos aquellos que se claman de él Jesús dice: “¡No he venido a traer paz sino ESPADA!” (Mt 10, 34).


El Evangelio es un “espadazo” a aquella paz que hace la vista gorda a la injusticia,


un “espadazo” a aquella paz generada por el miedo y el terror,


un “espadazo” a aquella paz que se logra en la punta de los fusiles,


un “espadazo” a la supuesta paz del que gana las guerras,


un “espadazo” a la pretendida paz de todas las legiones imperiales del mundo,


un “espadazo” a la paz mortífera de las grandes multinacionales, agroalimentarias, farmacéuticas, petroleras, mineras y otras, que llenan el planeta de hambre y contaminación.


un “espadazo” a la paz de los dictadores y de todos los corruptos,


un “espadazo” a la paz de los hombres religiosos que pactan con Dios y con el diablo en contra de la comunidad humana y del sentido común,


un “espadazo” a la paz engañosa de los esclavos anestesiados.


La única paz aceptable para un ser humano, máxime para un cristiano, es la paz que cae como fruto maduro del gran árbol de la justicia.



ELOY ROY

martes, 12 de julio de 2011

LA UVA Y EL VINO



Una viña se compone de vides cuya fruta es la uva con la cual se hace el vino. En la Biblia, la viña designa el pueblo de Dios y la vid es Jesús. ¿Pero la uva y el vino?...

Cuenta la Biblia que el pueblo de Dios era como una viña sufrida que el mismo Dios arrancó de Egipto y trasplantó en las pingües tierras del valle del Jordán con el mandato de crecer en libertad y dar un fruto de primera calidad1, más específicamente, dos frutos: Justicia y Compasión.

Dios cuidó mucho su viña para que se desarrollara bien, pero, a la hora de la vendimia, ¡cuál no fue su decepción! No encontró sino “racimos amargos”: en vez de justicia encontró maldad, en vez de compasión sólo oyó los gritos de los oprimidos 2.

Pasaron siglos durante los cuales muchos ejércitos extranjeros marcharon encima de la viña de Dios. Los últimos en la lista eran los romanos. La pobre viña estaba agotada, sus plantas, destrozadas, en agonía. Entonces vino Jesús y dijo: “¡Pónganse de pie, alcen la cabeza, porque está cerca la liberación! Los odres viejos no sirven más, haremos unos nuevos: “¡A vino nuevo, envases nuevos!”3 Haremos aún una viña nueva desde una vid nueva: “Yo soy la vid”4.

Lo que les quería decir era algo así: Ustedes han vuelto a ser esclavos como sus antepasados en Egipto. Muchos vinieron de afuera a saquear su tierra, pero ustedes ni en su religión encontraron la fuerza de defenderse. Porque a esa religión, que debía ser una religión gloriosa de justicia y de libertad, ustedes la pervirtieron. La cambiaron en mero instrumento de avasallamiento y de muerte. De ella hicieron un enredo de obligaciones religiosas estúpidas, pretendiendo así honrar a Dios, mientras aquello que Dios quiere por encima de todo, lo dejaron a un lado. Y ¿qué es lo que Dios quería por encima de todo? Se resume en tres palabras: “La justicia, la misericordia y la fe… ¡Ciegos, ustedes filtran el mosquito y se tragan el camello!”5

Si los cristianos son las ramas de Jesús, la vid nueva, ¿qué clase de uva y de vino han de dar los cristianos sino “justicia, misericordia y fe”?

Para ser honestos, la fe no falta entre las ramas de la viña cristiana. Ni la misericordia, porque los cristianos han hecho y siguen haciendo cosas maravillosas por la gente más sufrida del mundo. Pero ¿qué decir de la justicia? ¿Son los cristianos unos apasionados de justicia, unos “hambrientos y sedientos de justicia”?6 Seamos francos: respecto a la justicia, no somos mejores que los paganos. Peores aún, porque las injusticias más grandes que se cometen en el mundo son la obra siniestra del mundo desarrollado de Occidente, el cual, por casualidad, es el centro del mundo cristiano…

Estoy exagerando. Entre los cristianos, hay mucha gente que lucha por la justicia. No son millones, pero las hay. ¿Menos que en el mundo no cristiano? No creo. Pero veamos el trato que por lo general muchos cristianos (y no de los últimos en importancia) les brindan a esos mismos hermanos y hermanas cristianas que luchan por la justicia. Muy a menudo los ignoran, o los miran con sospecha, o los marginan, o los denuncian, o los persiguen, o los matan pensando así honrar a Dios. La excusa: hablar de justicia es hablar como los comunistas y a los comunistas hay que matarlos porque son ateos. ¿Y los capitalistas?...

En ese caso, Dios sería probablemente comunista, porque, hablando por boca del profeta Amós, deja sentado lo siguiente: “Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua, y que la honradez crezca como un torrente inagotable”7.

¿Qué tal si los cristianos tomáramos esas palabras en serio? ¿Qué tal si las pintáramos con letras grandotas en las paredes de nuestros templos y las bordáramos sobre los manteles de nuestros altares y las ropas de nuestros curas y pastores? ¿Qué tal si comprendiéramos que, en las bodas de Caná, al cambiar el agua de las tinajas de la religión en un río de vino de primerísima como para emborrachar a todo un pueblo, Jesús no nos estaría diciendo: “¡Desechen sus santurronerías y produzcan torrentes de justicia para embriagar de alegría al mundo entero!”?... ¿Qué tal si, durante la misa, después de la consagración del vino en la sangre de Cristo, un ángel nos apareciera al pie del altar y clamara: “Este es el misterio de nuestra fe: el vino cambiado en sangre de Cristo es simplemente la justicia que, por medio de ustedes, Dios Amor quiere derramar a torrentes sobre el mundo para que todas las víctimas de la injusticia salgan de sus sepulcros junto con Cristo resucitado. Amén Aleluya!”?

1. Salmo 80, 9-12

2. Isaías 5, 7

3. Lucas 21, 28; Mc 2, 22

4. Jn 15, 5

5. Mateo 23, 24-24

6. Mateo 5, 6

7. Amós 5, 24

miércoles, 6 de abril de 2011

ZAQUEÍSMO


Las revelaciones recientes sobre los Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros, dan una idea de la rapacidad con que esos personajes han acumulado fortunas colosales y de su ferocidad para resguardarlas. Teniendo esa realidad como tela de fondo, pregunto al Evangelio de Jesús de Nazaret si se puede a la vez ser bueno y muy rico.

Mateo 19, 16-24.


Joven rico, tu encuentro con Jesús te dejó un sabor amargo en la boca. Tal vez ibas a él con la ilusión de que te tomara como discípulo, porque eras un buen muchacho. No sabías mentir, no sabías robar, jamás habías matado a nadie ni cometido el adulterio. Además sabías dar limosna a los pobres y cumplir con todos los requisitos de la religión. Eras rico y así con tu plata podías contribuir al mantenimiento de los discípulos y a sus buenas obras. Tus intenciones eran límpidas. Por eso le caíste bien a Jesús; él te miró con cariño y te habló con dulzura. Pero fue para ti como un electroshock.

Él te dijo que no bastaba ser bueno, sino que también hacía falta ser justo.

Eso de ser justo no te sorprendió porque siempre supiste apreciar la honradez. Pero Jesús te mató cuando te hizo ver que nada de lo que tenías era tuyo. Esa fortuna tuya no la habías ganado con el sudor de tu frente ya que eras muy joven; por lo tanto, la tenías que haber heredado. Efectivamente te venía de un ancestro de varias generaciones, cómplice de un dictador que había alegremente saqueado a su país, dejándolo en la miseria. Plata sucia, manchada de sangre, pues. ¿No lo sabías? Claro que no. Esas historias no te interesaban. Te bastaba con ser bueno.

Y, como otros muchos «buenos», separabas la bondad de la justicia. Eras rico y no te sentías responsable del hambre de los pobres, de sus enfermedades, de sus vergüenzas, de su desamparo, ni de los dramas, delincuencia y muerte de muchos de ellos. Eras rico y no veías que la miseria venía de la riqueza acumulada gracias a las matanzas, asesinatos, guerras, dictaduras, monopolios, extorsiones, fraudes y explotación de multitudes indefensas por parte de hombres y mujeres que, como tú, creían en Dios y pretendían cumplir sus mandamientos.

Pues sí, tu riqueza venía de los pobres y a los pobres debía volver. Por eso, joven rico, Jesús te dijo: « Ve, vende todo lo que posees y dáselo a los pobres.» Tienes que vender tus cuatro yates, tu jet privado, tus miles de hectáreas de tierra, tus pisos en Paris, Buenos Aires, Las Vegas, Hong Kong y Dubái. Deshacerte de tu cadena de hoteles. Liquidar tus acciones en la bolsa. Sacar la plata que tienes escondida en paraísos fiscales. Renunciar a tu proyecto de turismo espacial y devolver al pueblo todo lo que tu tío tatarabuelo le había robado.

Cuenta el evangelio que «el joven se marchó triste, porque tenía grandes propiedades».

El electroshock fue inútil…

Con un suspiro Jesús pronunció entonces la famosa sentencia con la que muchos «buenos» se siguen atragantando: «Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el mundo tal como Dios lo quiere».

¿Cómo es eso? Si Dios nos ama, ¿no va a querer que seamos ricos?... Sí, lo va a querer, pero que todos sean ricos y no sólo unos nomás. En otras palabras, lo que Dios quiere es la JUSTICIA, o sea que todos y todas tengan la parte de riquezas necesaria para poder vivir como seres humanos.

Pero ¿no sería mejor que el rico invierta para producir más riqueza y así tener más para repartir?... Precisamente, esto es lo que hemos practicado hasta hoy, con los estupendos resultados que todos sabemos: ricos más ricos y pobres más pobres…

Pues los ricos son así: mientras más tienen, más quieren. Su adicción es incurable. Pretender que cambien es como pedir a las moscas que paran elefantes. Jesús, sin embargo, no pierde la esperanza. Sabe que «para Dios todo es posible». Así ocurrió con Zaqueo.

Zaqueo era un cobrador de impuestos « muy rico », que se aprovechaba de su cargo para llenarse los bolsillos. El pueblo lo odiaba. Pero, un día, en circunstancias bastante divertidas, Zaqueo abrió la puerta a Jesús. En eso se produjo un verdadero seísmo. El hombre cayó de su torre de marfil, tomó conciencia de que era una basura y decidió cambiar. Dio la mitad de sus bienes a los pobres y a las víctimas de sus extorsiones les devolvió todo lo que les había robado, ¡hasta cuatro veces más! (Lucas 19, 1-10)

Esto es lo que llamo el «zaqueísmo». Se entiende que Ben Ali, Mubarak, Gadafi y otros líderes del mundo árabe no practiquen ese deporte extremo porque no son cristianos… Los cristianos ricos, por otra parte, no tienen que practicarlo tampoco porque no hay ladrones entre ellos; todos son buenos…