martes, 27 de julio de 2010

DOS BIBLIAS EN UNA























En la Biblia se destacan dos corrientes, una enfocada hacia la liturgia, otra hacia la justicia. La de la liturgia corresponde a los sacerdotes, y la de la justicia, a los profetas.

La Biblia sacerdotal

Miremos primero la corriente litúrgica promovida por los sacerdotes.

Los sacerdotes se dedicaban al servicio del templo, o sea a la ofrenda de los sacrificios y a las oraciones. También se desempeñaban en política como consejeros de los reyes y, en cierta época, como sustitutos de ellos. En la composición de la Biblia, su aporte fue primordial. Varios textos bíblicos fueron redactados de su mano, mientras otros, de fuentes distintas, fueron seleccionados por ellos e integrados al cuerpo de la Biblia. Como eran sacerdotes, privilegiaron en sus trabajos todo lo que interesaba al culto, porque para ellos el culto, o sea la liturgia, era el comienzo y el coronamiento de la vida del Pueblo de Dios. Toda la vida del pueblo debía ser cultual, consagrada, transformada en sacrificio que agradara a Dios. Es así como los sacerdotes multiplicaron las leyes para que los objetos y gestos de la vida diaria, aún los más insignificantes, fueran dignos de Dios. A lo que ellos determinaban como digno de Dios lo llamaban “puro” y a lo que determinaban como indigno de Dios, lo declaraban “impuro”. Respecto a las personas, se siguió un proceso similar; para ser considerado puro y agradable a Dios uno tenía que conformarse a las reglas estrictas establecidas por los sacerdotes, de lo contrario, era considerado como impuro y se merecía el castigo de Dios. De suerte que si la nación sufría algún desastre, la culpa la tenía el pueblo impuro que descuidaba las reglas del culto. Lo primero que hacer entonces para remediar a esos males, era reforzar el culto, aumentando los sacrificios y multiplicando las oraciones. Todas esas leyes, normas y reglas fueron religiosamente compiladas en la Biblia como “palabra de Dios”.

La Biblia profética

Pero en tiempos más bravos de gran crisis, se hacía oír una voz distinta y aún contraria a la de los sacerdotes: era la voz de los profetas. Los profetas combatían con toda energía el culto de los ídolos que representaba una seria amenaza a la identidad de la nación y a su futuro como Pueblo de Dios. Pero cuestionaban con el mismo ímpetu el culto legítimo de los sacerdotes de su propia nación cuando ese culto no servía sino para adormecer la conciencia y aplazar indefinidamente los cambios profundos a los que la sociedad urgía.


La postura de los profetas al respecto era clarísima: no eran los sacrificios o los rezos que agradaban a Dios, sino la justicia. Ser justos era la única forma de salvar la identidad y el futuro de la nación. Ni que decir tiene que a los oídos de los empobrecidos ese lenguaje sonaba como música, mientras a los oídos de sus explotadores chirría como blasfemia.

Litúrgicos vs proféticos

Era común que sacerdotes y profetas chocaran. Pero como los sacerdotes gozaban de un poder que los elevaba por encima de los mortales, era un juego para ellos perseguir y aún matar a los profetas. Con el tiempo, sin embargo, los acontecimientos dieron la razón a los profetas; todo lo que habían predicho se cumplió: la nación fue conquistada, el Templo destruido y los sacerdotes reducidos a la mendicidad. Eso dio como resultado que el gran mensaje de los profetas fuera finalmente reconocido como palabra de Dios e incorporado a la Biblia. Ese reconocimiento era bien tardío, pero debía incitar a las generaciones venideras a que no cayeran en el mismo error de creer que para ahorrar desastres a la humanidad la liturgia pudiera valer más que la justicia. Lo cual, sin embargo, no cambió mucho la situación, porque con un pueblo más inclinado a lo mágico que a la razón, y con miles de sacerdotes cuyo status y sustento dependían del altar, el culto desarrollado en el marco grandioso de un templo siempre ha seducido incomparablemente más que la áspera lucha por la justicia. Así fue ayer y así sigue siendo hoy.

En la tradición católica, toda la Iglesia terminó aglutinada alrededor de los sacerdotes. En los primeros siglos, los sacerdotes no perdieron la voz de los profetas. Con aquellos a los que se convino llamar “los Padres de la Iglesia”, justicia y liturgia iban generalmente de la mano. Pero, una vez que la Iglesia se convirtió en un instrumento “providencial” de los emperadores romanos, los sacerdotes se hicieron más tolerantes y, a imitación de sus colegas del judaísmo antiguo, empezaron a hacer de la Biblia una lectura principalmente enfocada hacia el culto. Lo mismo hicieron los pastores de la Iglesia de la Reforma que no vacilaron en conchabarse con los príncipes para protegerse de los católicos. En resumen, todas las Iglesias, (salvo gloriosas y escasas excepciones, y mayormente sólo a nivel de individuos), hicieron a un lado el mensaje de justicia de los profetas para dedicarse más específicamente a lo espiritual, a lo litúrgico, y, hoy en día, a lo carismático. Si acaso las iglesias (católicas, ortodoxas, protestantes o evangélicas) suben el volumen de sus micrófonos para criticar el sistema que les da de comer, alegando con la voz de los profetas que a Dios le dan asco nuestras misas y otros cultos mientras más de la mitad de la humanidad pasa hambre, podemos afirmar que nos encontramos ante un accidente histórico mayor. Porque es un hecho bien establecido que hasta ahora la catástrofe del hambre en el mundo es en gran parte causada por los mismos cristianos divididos entre rapaces que dominan el mercado y ovejas tontas amantes de la piedad y de la paz, las que, por fidelidad a sus pastores serviles, nunca cuestionan nada y miran el compromiso cristiano por la justicia como algo bueno sólo para los chinos o los cubanos.

La salida “pastoral”

Puesto que en medio de nosotros prevaleció la ideología sacerdotal, se quedó bajo el celemín el grito de los profetas. Mucho se ha alabado a Jesús como “Sumo Sacerdote”, mientras a Jesús Profeta se lo desconoce, o se lo reduce a un par de homilías al año, cuando mucho, y tal vez a una clase de catequesis para adolescentes rebeldes con la mente puesta en otra cosa. Lo que sí sobrevive con persistencia es la figura linda de Jesús Buen Pastor, a la que por otra parte se la ha vaciado concienzudamente de toda sustancia profética (hoy diríamos: “revolucionaria” - ¡que la tiene!) para reducirla a la de un funcionario religioso amable, más o menos ducho en relaciones psico-espirituales.

martes, 6 de julio de 2010

AMOR SIN JUSTICIA, AUTO SIN RUEDAS




Amar sin sentir pasión por la justicia no es amar. Sin justicia, el amor no tiene pies, ni piernas, ni manos, ni nada. Es como un auto último modelo, pero sin ruedas, o sin volante. O que tuviera ruedas, volante y todo, pero sólo daría vueltas alrededor del garaje por falta de carreteras.

Es la justicia la que hace que el auto del amor funcione como corresponde y que la carretera de la vida sea transitable para todo el mundo. Si realmente tengo amor y quiero amar, lo primero que tengo que hacer es trabajar para la justicia. Sí, eso es lo primero.

Sabemos que toda la Biblia culmina en la revelación del amor: Dios es Amor. El que ama conoce a Dios. El que ama cumple toda la ley. El amor es todo. ¡Ámense! Jesús es el modelo: “Como les he amado, ámense unos a otros”. Jesús amó hasta el extremo (1 Jn 4, 7-8; Rom 14, 8-10; Jn 13, 1. 34). Pero antes de llegar al extremo de amar hasta la cruz, Jesús amó simplemente, cada día de su vida. ¿Y cómo amó? Anunciando con palabras y con obras algo que tenía muy a pecho y que él llamaba “el Reino”. ¿Y qué era el Reino? Era muchas cosas, pero por encima de todo, era la justicia. Justicia y Reino, Justicia y Buena Noticia, Justicia y Evangelio, Justicia y Jesús, Justicia y amor, Justicia y salvación, todo aquello era una sola cosa. Todos los cristianos tendríamos que tener esto grabado en nuestro corazón, en nuestra cultura, en nuestros genes y sobre los campanarios de nuestras iglesias. Lo tendríamos que tener grabado sobre cada piedra. No en latín sino en la lengua que la gente entiende. Para que nos acordemos. Para que el mundo entero sepa cuál es nuestra identidad: Amor, sí, pero también Justicia. ¡Inseparables! Lo demás, libertad, paz, prosperidad y vida eterna, viene por añadidura.

En la boca de Jesús y en los oídos que lo escuchaban, la palabra “Reino” significaba que un rey estaba llegando para gobernar a su pueblo. Y ¿cómo eso podía ser realmente una Buena Noticia? Sólo porque no se trataba de un rey cualquiera sino de un rey como el pueblo pobre y sufrido esperaba y como lo esperaba también toda gente de buena voluntad. ¿Y qué clase de rey esperaban? Un rey que se dedicara enteramente a su profesión. Y ¿en qué consistía la profesión de rey? Consistía en ser experto en justicia. Esto es lo que se esperaba.

En la cultura de casi todos los pueblos medianamente civilizados de la más alta antigüedad corría como agua el concepto de que para vivir en paz y para prosperar hacía falta ser gobernado por un profesional de la justicia. Ésa era la función del rey. La justicia era su responsabilidad fundamental y suprema. Al rey le correspondía hacer leyes justas para toda la gente de su pueblo, tomar medidas para que esas leyes se cumplieran, y establecer jueces íntegros para impartir justicia a todas y todos de acuerdo a la ley. Ésa era la función esencial del rey.

Era una función sagrada. Obedecer al rey era obedecer a la justicia. Y obedecer a la justicia era obedecer a Dios. Por eso, al rey se lo revestía a veces con los atributos de la misma divinidad, porque ese hombre era encargado de administrar la cosa más sagrada para la vida del pueblo: la justicia. Pues se comprendía que sin la justicia no había pueblo, sin la justicia no había paz, sin la justicia no había libertad, sin la justicia no había amor, sin la justicia no había pan para todos, sencillamente no había vida y, por lo tanto, ni Dios podía existir; si existía, no era bueno. La Justicia debía ser la verdadera Reina del pueblo y el Rey, su brazo derecho, su fiel servidor, su esposo.

Nosotros mismos de reyes no sabemos gran cosa, y lo que sabemos no suele asociarse con el amor a la justicia, ¡todo lo contrario! En la época de Jesús era igual. Casi nunca en su larga historia, el pueblo de Jesús había tenido un rey justo, excepto tal vez en sus leyendas. Su gran sueño era que, por fin, surgiera un rey que fuera realmente justo. Día y noche lo pedía a Dios, como consta en muchas partes de la Biblia y específicamente en una oración famosa que la Biblia ha conservado hasta hoy. En esa oración nosotros podemos comprobar lo que el pueblo esperaba de su rey:

EL POBRE ESPERA UN REY JUSTO

( Salmo 72, versión simplificada)

Oh Dios, dale poder al Rey

para que brinde Justicia a tu pueblo

y defienda los derechos de los pobres.

Para que por los montes y las colinas

corran como ríos la Paz y la Justicia.

El Rey juzgará con Justicia al pueblo humilde,

aplastará al opresor y salvará a los hijos de los pobres.

Su Reino durará como el Sol

y como la Luna a lo largo de los siglos.

Su Reino será como la lluvia sobre el césped,

y como el chubasco que moja la tierra.

En sus días Justicia florecerá

y una gran Paz hasta el fin de las lunas.

Él reinará de un Mar a otro,

desde el Río hasta los límites del mundo.

Al mendigo que clama a él, lo librará,

y también al pequeño que no tiene apoyo de nadie;

se apiadará del débil y del pobre,

salvará la vida de ellos

y la rescatará de la violencia de los opresores, (Lc 1, 68-75)

pues ante sus ojos la vida de los pobres tiene mucho precio.

Habrá en la tierra abundancia de trigo;

las montañas se cubrirán de trigales hasta la cima;

los trigales se multiplicarán como pasto en el campo.

En nuestro Rey

serán benditas todas las naciones de la tierra, (Abrahán, Gén 12, 3)

y todas las naciones lo felicitarán. ( María, Lc 1, 48).

¡Bendito sea el Señor, Dios de Israel,

pues sólo él hace maravillas!

¡Bendito sea por siempre su Nombre de gloria,

que su gloria llene la tierra entera!

¡Amén, amén!

Éste debería ser el himno de los cristianos y de toda la gente de buena voluntad sobre la tierra. En vez de Rey, poner Gobierno, Tribunales, Bancos, ONU, Iglesia, y ya.

Por tanto, cada vez que Jesús habla de Reino, se refiere casi exclusivamente a una Justicia que se traduce en pan, en salud, en perdón de las deudas, en liberación de los estigmas sociales, en fin, en paz. Y Dios sabe cuánto habló de Reino. Sin descansar, día y noche, en todas partes, en miles de parábolas, multiplicando con ternura y generosidad ilimitada los gestos de justicia concreta provocando a cada rato la ira de los celosos guardianes del statu quo. Él era la respuesta a la esperanza de los pobres. Por eso el pueblo andaba eufórico detrás de él y lo quería hacer rey.

Pero Jesús tenía una forma de pensar que no era exactamente la que tenía muchísima gente del pueblo: no quería ser un rey que impusiera la justicia con el palo. Quería que la justicia no viniera sólo de arriba, sino que también de abajo. Que el mismo pueblo amara la justicia y la pusiera en práctica. Que no sólo él fuera el esposo de la Justicia sino que todo el pueblo también lo fuera.

El pueblo, en realidad, deseaba tener un rey que les regalara todo… Es allí donde las cosas empezaron a ir mal con Jesús. La mayoría de la gente del pueblo que reclamaba justicia a gritos, no estaba dispuesta a ponerla en práctica entre ellos. Justicia a palos contra los malos y regalitos para los buenos, eso quería el pueblo, pero con Jesús, ni una cosa ni otra. Fue abandonado. (Jn 6, 26. 60. 66). Ayer, y hoy.

Así que no se diga que Jesús casi nunca habla de justicia en el Evangelio o que no hace nada concreto en ese sentido: cada vez que pronuncia la palabra Reino, él habla de Justicia; cada vez que hace un milagro o toma posición a favor de un excluido, él lleva a la práctica la justicia concreta de Dios. Toda la actividad de Jesús en los tres años que precedieron su muerte fue enfocada a que la justicia no se quedara en lindas palabras.

Que el pueblo de una cultura ajena al lenguaje de la Biblia no lo vea, se puede entender, pero que los que han estudiado y meditado la Palabra de Dios toda su vida y la han anunciado durante siglos no hayan logrado meterse eso en la cabeza, ni en la de los pueblos, es para morirse de pena. Mucho amor, sí, pero, para decir la verdad, poca justicia…

Auto sin ruedas. Carreteras lindas pero cortadas por todas partes.

Iglesia que habla mucho de caridad y, por cierto, mucho hace para y con los pobres, pero que no ha inventado todavía cómo ser un verdadero fermento para que las sociedades donde ella tiene casa propia se despierten y empiecen en serio a hacer de la Justicia su gran prioridad. Y no de una justicia mezquina, puntillosa y dura como la de los fariseos de la época de Jesús (Mt 5, 20), sino de una justicia tan liberal y humana como la que Jesús pinta en las parábolas de los trabajadores de la viña (Mt 20, 1-16) o del Padre pródigo (Lc 15, 11-32).

“Busquen primero el Reino de Dios y su Justicia”, y todos los demás bienes les serán dados por añadidura (Mt 6, 33). Dicho con otras palabras: todo irá como sobre ruedas…